domingo, 28 de febrero de 2010

Arcano menor.

Atravesemos el umbral de la Facultad, sigamos los renglones de sus pasillos y bajemos por las escaleras como por un arpegio descendente. Si hemos seguido bien las instrucciones entraremos en la cafetería, donde cuatro estudiantes jugan a las cartas. Contemplemos atentamente.

Ellos no lo saben, pero están ejecutando un solemne rito. El tapete verde preciso para realizar el conjuro está debidamente colocado. Las cartas se han barajado y se han cortado, y ahora expresan la voluntad de los dioses. El juego empieza en sentido diabólico, que no es (y sí es) otra cosa que antihorario.

Se van arrojando los símbolos. Su sucesión marca la suerte del juego. Y de la vida. Las cartas son arcanos antiguos y secretos y los tahures aprendices de pitia. Según transcurren los turnos, los jugadores escriben sus futuros.

Espadas como labios de sotas traicioneras.
Vanidaes aureas desveladas.
Rudos bastos reptilianos.
Copas de olvido a rebosar.

Quizá ustedes, legos, no comprendan la sagrada celebración del mus, la misa del poker o el hieros gamos del culo. Pero cada vez que se crea una de las inconmensurables combinaciones se está describiendo a la perfección la vida de un hombre del continente. El conjunto de todas las palabras que pronunciarás es la obra maestra de alguna literatura extraterrestre. El número de céntimos de tu bolsillo se corresponde con los días que le quedan a un enfermo terminal que vive en Oxford. En una de las líneas de los libros de tu estantería está escrita la respuesta certera a la pregunta que te abrasa.

El universo no es más que una maraña de símbolos y nosotros artrópodos analfabetos que se alimentan de la tinta y la celulosa.

Disfruta del banquete y que no te hagan

plin.