Al lado de mi colegio había un callejón. Como todos los callejones que se precien de llevar tal nombre, tenía aspecto lúgubre, sus paredes estaban grafiteadas y, por supuesto, no tenía salida. Ademas su suelo estaba inclinado y las tuberías desembocaban libremente en él, por lo cual solía estar permanentemente encharcado y lo recuerdo plagado de lagartijas enormes.
Ese callejón solían frecuentarlo los que para mí eran los "chicos malos". De hecho, callejón y vándalo eran dos conceptos para mi inseparables, tanto que no sabía si era el callejón el que había atraido a los chicos o los chicos los que habían generado a su alrededor el callejón. El caso es que ahí estaban, y los veía desde mi ventana de tercero de primaria, fumando y haciendo todo tipo de cosas prohibidas.
Yo, por supuesto, no pisaba jamás el callejón. Aquellos niños tan mayores me producían al mismo tiempo miedo, curiosidad y fascinación, envueltos siempre en olor a desobediencia y a tabaco.
Las madres advertían a sus hijos sobre el callejón y los peligros de las malas compañías. "no entres en el callejón, juega con los niños de la plaza" y en cuanto uno se acercaba un poco, su madre le llamaba la atención.
Tengo la sensación de que aún sigo siendo ese niño mojigato sentado en las escaleras de la escuela, mirando con asombro, con ganas y con incredulidad a los otros osados. Tengo la sensación de que toda mi vida me han estado gritando una y otra vez ¡no entres en el callejón! Me lo han gritado mis padres, mis profesores, mis amigos. Cada uno de los saludos que he cruzado con un vecino ha sido un grito de advertencia y de prohibición. ¡No entres en el callejón! Cada examen, cada nota, cada cifra. Cada comparación, cada enhorabuena, cada cena navideña. Detrás de todos los parabienes permanece siempre latente un: y no se te ocurra cambiar y no se te ocurra cejar y no se te ocurra dejar de ser quién nosotros creemos que eres, quien todos esperamos que seas, quien debes, sin duda alguna, ser.
Y aquí me han conducido mis pasos. Siempre lejos de la vereda prohibida. Contemplándola siempre desde lejos. Teorizando la rebeldía y cantando a la insumisión desde un asqueroso parapeto intelectual. En mi vida real me mantengo fiel a la lógica social que tanto critico en el espejismo cobarde que me ofrece mi cerebro. Porque tengo pavor de dar un paso fuera de ella, de acercarme al callejón al que nunca he entrado. Porque yo me defino a mi mismo a partir de los demás y de mis relaciones con ellos. Y ellos me han encadenado. Me han atado con las enredaderas del hábito.
Esta noche, liberado por un instante de la pesada carga que soy yo mismo, me paro a contemplar. A un lado, el callejón de mi subconsciente: oscuro, húmedo, tentador. Al otro lado un ordenado bulevar con edificios grises a los lados y civilizados árboles verdes en el centro.
Me pregunto cuál es en verdad el que no tiene salida.
Qué más te da si trajino
si tuerzo el camino
si le meto al vino.
Qué más da si me orino
en este destino
para el que he nacido.
posdata: mi madre no era de las que advertía sobre el callejón. lo único que me pedía es que fuera verdadero, real y sincero. Es decir, auténtico. Ese es el mayor regalo que me han hecho y no sé si le he prestado suficiente atención.