Si
contemplas un estadio de fútbol podrás ver una inmensa alfombra de
cesped verde, tan verde como las plantaciones de cáñamo
norteafricanas, los cultivos de opio iraníes o los campos de coca
colombianos. Estos diversos verdores reciben cuidados similares,
producen efectos análogos y proporcionan, en cualquier caso, pingües
beneficios a negocios de distintos tipos y no tan diferente calaña.
Es
un tópico, pero es verdad. El deporte rey se ha convertido en el
opio de un pueblo adormilado y acrítico; en el circo que, junto a un
pan cada vez más escaso, nos cierra la boca y nos distrae la
atención, apartándola de otros asuntos menos amables. Los jóvenes
están más dispuestos a salir a la calle para festejar la victoria
de "su" equipo que para defender sus derechos. El hashtag
más original y reivindicativo sucumbe enseguida ante cualquier
bazofia futbolística a los pocos minutos de empezar el partido.
Al
igual que defiendo el consumo de otras drogas, también considero muy
lícito y oportuno que el que disfrute de la droga deportiva (que no
es mi caso) se narcotice a gusto. Todos necesitamos de vez en cuando
un tiempo de evasión de la frecuentemente hedionda realidad. Pero el
dejarse cegar de manera tan absoluta va más allá de todo consumo
responsable para transformarse en un engaño perenne. Un engaño
programado desde altas esferas y casi impuesto a través de los
medios de comunicación, ya que es literalmente imposible escapar al
continuo spam futbolístico. Los "deportes" ocupan la mitad
del espacio de los telediarios y sus títulares muchas veces se
anteponen a los de hambrunas, guerras y recortes; los eventos
deportivos desplazan sin pudor cualesquiera otra programación de la
televisión pública; la mayoría de los hombres conocen más
apellidos de futbolistas que de poetas y el diario más vendido en
este delirante país es el Marca. Con eso se ha dicho todo.
Mientras
tanto, la mafia del balón se enriquece y endeuda a partes iguales.
Los jugadores estrella cobran sueldos de magnitud repugnante por
practicar una actividad que nunca debió salir del ámbito del ocio
personal. Por su parte, los presidentes de los grandes clubes
juegan a aprendiz de político intentando trapichear tanto como sus
maestros. Y no lo hacen nada mal, pues la industria del fútbol
español debe a Hacienda 700 millones de euros. Pero claro, eso es
intocable, no como la sanidad o la educación.
Aun
así hay gente que defiende este deporte como "vertebrador
social" y lo más triste de todo es que tienen razón. Porque a
mi me produce vergüenza y pena infinitas el pertenecer a una
sociedad que hace de un deporte su eje central, en lugar de
articularse en torno al respeto, la solidaridad, la cultura, la
justicia. Me da asco la exaltación de nacionalismos -grandes o
chicos- que se propaga y ondea en campeonatos, mundiales y demás
eventos pseudobélicos. Me indigna que la masa entronice y rinda
culto a personajes que se dedican a pegar patadas.
Creo
que es el momento de despertar, de apagar los televisores y vaciar
los estadios; de aborrecer esta nueva religión y quemar a sus falsos
ídolos y fundir sus venerados cálices para hacer algo productivo
con el metal del que fueron forjados. De darnos cuenta de que ellos
son parte del problema y no de la solución. De gritar en la calle y
en las plazas: "¡Cristiano, cabrón, trabaja de peón!",
"¡Mourinho, recuerda, tenemos una cuerda!".
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