miércoles, 21 de octubre de 2009

Filosofía plúvea

Hoy el día amaneció gris transparente: color de lluvia.

El gris está subestimado. Es el color de todos los matices, el de las perlas y el azogue, el del reflejo de las estrellas en la plata. Las tardes grises, sean de domingo o de lunes, nos recuerdan que debemos tomarnos la vida con calma.

Por eso, la llovizna es mi lluvia preferida. Sus gotas caen tranquilas, como si desparramarse contra el suelo después de quinientos metros de caida libre no fuera una cosa que las preocupara demasiado. Simplemente se dejan caer, en un viaje vertical, tras el cual todas se encontrarán en el Reino de los Charcos. Éste, sin embargo, no está custodiado por ningún San Pedro ceñudo, solo por toldos inclinados y cazadoras impermeables.

Otras lluvias son menos flemáticas. Los gordos lagrimones de los aguaceros y los perdigones rabiosos de las tormentas, por ejemplo. Éstos no se han resignado a la caída, y se oponen a ella con pena o con furia. Así lo único que consiguen es perderse el trayecto mágico a traves de nubes, corrientes, canalones y alféizares.

Yo quiero ser calabobos para mojar a los más listos. Descender por las ventanas de una biblioteca mientras una mirada distraida me atraviesa, inclinarme con los vientos pero retozar en el follaje, alimentar un bebedero de gorriones, filtrarme hasta manantiales subterráneos.


Y, si hay suerte, encontrarme con alguna mejilla por la que rodar.


Un consejo: no uses paragüas. Atrapa la lluvia.

Carpe pluvium.

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