domingo, 20 de junio de 2010

Las persistencias de la muerte

José se levantó de la cama agitado por el insomnio de su mente y de su vejiga. Dejó a su mujer dormida en la habitación y se encaminó hacia el baño del piso superior. No necesitaba luz, pues llevaba muchos años viviendo en aquella casa, pero las paredes parecían emitir un suave brillo gris, como si rebosaran luz lunar por haber absorbido demiasada durante demasiadas noches.

Subió el último escalón y abrió la puerta del cuartucho, frío y azul como todos los baños. Mientras orinaba se le pasó por la cabeza cierto poema del Borges. Y su pensamiento lo nombró así, con artículo, como si de una bestia mitológica se tratara.

Salió del baño y se disponía a bajar de nuevo la escala, cuando le pareció oir un ruido procedente de su despacho. Él lo llamaba su biblioteca, porque allí no despachaba nada, ni oficiaba nada; solo leía y escribía, lo cual era un tipo de transacción que no requería burocracia alguna.

Como decíamos, oyó un ruido procedente de su biblioteca, así que avanzo por el pasillo hasta encontrar la puerta adecuada guiado por el olor a papel y a madera. Entró y encendió la luz y se volvió a sorprender de que todos los libros permanecieran ahí, perfectamente colocados. Siempre abría la puerta con la secreta esperanza de pillarlos en una travesura: que Marx se hubiera pues a discutir con Bakunin, que Bukowski decidiera darse un garveo por la sección erótica, que Pessoa y Rosalía de Castro hubieran juntado los lomos y desperdigado sus versos uno dentro del otro; o incluso que los anónimos se hubieran inventado un Autor y se reunieran para adorarlo una vez a la semana (le habían contado que había un Libro que hizo eso, pero no lo tenía en su haber). Sin embargo, siempre estaban muy quietecitos y se limitaban a susurrar verbos en portugués, que es el idioma más apropiado para los susurros.

Pero aquella vez había una diferencia. La ventana situada detrás del escritorio estaba abierta y por ella entraba un olor a noche de verano, a vegetal de arena, a fuego y a mar. En la mesa yacían cien años de soledad. Se sentó en su butaca. La había comprado hace unos años en un centro comercial al uso, pero le gustaba atribuirle antigüas historias de linajes y de herencias. Todo el mundo tiene derecho al pasado, hasta las butacas del ikea.

Abrió los cien años y de sus paginas cayó un sobre de color malva. A la atención de José Saramago, se podía leer, en letra cursiva y sin remite. Sonrió, con una sonrisa tranquila y sincera, en absoluto solemne. No abrió la carta, pues ya conocía su contenido. Le pareció prodigioso el sentido del humor de su mente, en caso de estar soñando; o de dios, en caso de estar despierto. En cualquier caso decidió que para amenizar el insomnio hasta dormirse o hasta despertar, empezaría a releer la obra de García Márquez. Así lo hizo, pese a saber que jamás pasaría de la página ochenta y siete.



Treinta días después fue ayer. Y el que escribe estas líneas vivió su jornada ajeno a la muerte de un genio. No se percató de que mientras estudiaba en el ordenador, la foto de josé desaparecía de las contraportadas de los libros de la estantería. No se enteró de que su conciencia se apagaba poco a poco en una isla lejana. No se dió cuenta de que la humanidad perdía a uno de sus miembros y a uno de sus mundos; ese grandioso nuevo mundo que descubrimos a bordo de una balsa de piedra.


Adios saramago.

Sit tibi terra levis.



2 comentarios:

  1. ...ha pasado el tiempo,
    y la verdad desagradable asoma:
    envejecer, morir,
    es el único argumento de la obra.

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  2. Hola anónimo.
    No sé si eres el anónimo primero, el anónimo segundo, el anónimo tercero o un nuevo anónimo xD
    En cualquier caso, gracias por comentar.
    Creo que la vida de saramago tuvo muchos más argumentos que la muerte. Quizá el arte sea la única manera de burlar nuestro destino.

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